La reciente reunión, encabezada por la presidenta Claudia Sheinbaum con gobernadores y alcaldes de todos los partidos políticos, se destaca como un evento que busca proyectar unidad nacional.
Sin embargo, desde un análisis estratégico y crítico, este encuentro revela más una simulación de pluralidad o solo se evidenciaron que en México no existe hasta este momento un verdadero contrapeso político.
El discurso que enfatiza “tres colores: verde, blanco y rojo”, aunque emotivo y simbólico, oculta una preocupante dilución de las diferencias ideológicas que deberían caracterizar a una democracia sana.
La participación de figuras de la supuesta oposición, como gobernadores del PAN, PRI y Movimiento Ciudadano, parece más un acto de legitimación del oficialismo que una representación real de la diversidad política del país.
En este contexto, surge una pregunta clave: ¿se puede considerar esto como una oposición política?
La respuesta es compleja, pero tiende a moverse hacia él, no.
La oposición, por definición, debe cuestionar el poder y proponer alternativas viables.
Sin embargo, en este caso, los líderes opositores parecen alinearse con el discurso presidencial, dejando de lado su papel tradicional de fiscalización y balance por las condiciones en que vive actualmente el país.
Esta práctica recuerda la época de hegemonía del PRI, cuando la oposición era más una ficción que una realidad; una oposición que, en el fondo, formaba parte del mismo sistema que decía criticar. Hoy, este fenómeno parece repetirse bajo una nueva narrativa de “unidad nacional”.
Desde la perspectiva del gobierno, este tipo de reuniones refuerzan su imagen de liderazgo y capacidad para construir consensos, y simulaciones, especialmente en momentos de tensión internacional, como la próxima llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos.
Además, intentan proyectar una estabilidad política ante el electorado y los actores internacionales.
Para los gobernadores y alcaldes opositores, estos encuentros ofrecen beneficios tácticos: evitar confrontaciones con el gobierno federal para no ser perseguidos y cuestionados, mantener acceso a recursos y proyectos compartidos.
Sin embargo, este pragmatismo tiene un costo significativo: la pérdida de credibilidad y relevancia ante una ciudadanía que demanda liderazgos críticos y efectivos.
Al no exigir resultados tangibles o evidenciar las fallas del gobierno, la oposición está fallando en su responsabilidad de representar a millones de ciudadanos que esperan alternativas reales.
Este tipo de acuerdos genera la percepción de que las decisiones políticas no están orientadas al bienestar común, sino a mantener cuotas de poder entre las élites.
Si el diálogo entre gobierno y oposición no se traduce en políticas claras y efectivas, se corre el riesgo de perpetuar un sistema donde las instituciones sirven más para el consenso político que para el beneficio ciudadano.
Este fenómeno, que evoca las viejas prácticas de la hegemonía priísta, plantea preguntas inquietantes sobre el futuro de la democracia en México.
«¿Será esta reunión un intento por proteger intereses ocultos antes de que el nuevo gobierno de EE. UU. desmantele lo que han construido?
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