La presidenta Sheinbaum: Entre la espada y la pared.

La reciente postura de la presidenta Claudia Sheinbaum en defensa de la soberanía nacional frente a Estados Unidos ha generado un intenso debate. 

Su firme negativa a permitir cualquier intervención extranjera en la lucha contra el crimen organizado podría interpretarse como un acto de autonomía nacional.

Sin embargo, el contexto sugiere una realidad mucho más compleja: si el gobierno estadounidense ya cuenta con evidencia de que los cárteles financiaron campañas políticas de quienes hoy gobiernan en México, la discusión sobre la soberanía no es solo una cuestión de principios, sino de sobrevivencia política.

Desde hace décadas, el financiamiento del narcotráfico en la política mexicana ha sido un «secreto a voces». Sin embargo, si Washington hace pública la supuesta evidencia de estos vínculos, la administración de Sheinbaum podría enfrentar una crisis sin precedentes. 

No solo se pondría en jaque la credibilidad del gobierno, sino que también podría desencadenar sanciones económicas, afectar el comercio bilateral y deteriorar la confianza de los inversionistas en el país.

La postura de la presidenta podría estar motivada por dos factores principales: una lealtad inquebrantable a la herencia política de su antecesor, o el miedo a traiciones internas. 

 

Es posible que Sheinbaum sea solo la «carne de cañón» de una maquinaria política que la está dejando atrapada entre la espada y la pared.

Si dentro de su círculo cercano hay figuras que buscan su propia protección a costa de su liderazgo, entonces su defensa de la soberanía podría convertirse en un escudo para ocultar una estructura de poder que ha tolerado y, en algunos casos, favorecido al crimen organizado.

Esta situación plantea una pregunta inevitable: ¿de qué lado está realmente la presidenta? Mientras su gobierno se resiste a la presión extranjera, en el ámbito nacional se mantiene una preocupante inacción ante los abusos del crimen organizado. 

En Sinaloa, por ejemplo, el gobierno estatal ha sido severamente cuestionado, pero no ha habido una intervención federal contundente. 

Tampoco se ha mostrado interés en la liberación de presos políticos, ni en frenar el abuso de poder, los despojos de tierras o la creciente extorsión a empresarios y ciudadanos.

Si la defensa de la soberanía solo se limita a los colores partidistas y no a la justicia, la seguridad y la razón, entonces el verdadero problema no es la injerencia extranjera.

En este escenario, la soberanía se convierte en un discurso vacío, una herramienta política para encubrir la incapacidad o la falta de voluntad de enfrentar al crimen.

El dilema de Sheinbaum es evidente: si decide actuar contra los cárteles con determinación, podría generar fracturas dentro de su propio partido y en los grupos de poder que la rodean. 

Pero si mantiene su postura de resistencia a la colaboración internacional sin demostrar resultados contundentes en el combate al crimen, entonces el costo político y social podría ser devastador, pero protegiendo sus intereses propios. 

En un país donde la violencia sigue cobrando vidas todos los días, la verdadera defensa de la soberanía no debería limitarse a que el Estado tenga el control absoluto sobre su territorio y proteja efectivamente a sus ciudadanos. 

Hasta que eso no suceda, cualquier discurso sobre la soberanía será visto con escepticismo, y la duda persistirá: ¿está la presidenta realmente del lado del pueblo o atrapada en un sistema que la ha convertido en su propio rehén?

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